En una gigantesca ciudad sin nubes, encaramado a un tejado, el violinista veía pasar a la gente. Nostálgico. Yo creo que deseaba andar con ellos, pero ¿quién soy yo para desentrañar los pensamientos del violinista?
Se levanta y se sacude los pantalones; pudieron ser vaqueros, negros, blancos, a rayas. Ahora son de una curiosa mezcla de grises azulones y marrón. Creo que incluso se dejan ver restos de tiza roja en una de las perneras.
A su lado hay un estuche que contiene, de manera inconfundible, un violín. Nuestro violinista reconoce que sin su violín no es nada, que ha recorrido con él todos los tejados, toda la ciudad; azoteas, casetas y barrios. También admite que se le ha olvidado cómo vivir por debajo de un tejado, pero yo no lo acabo de creer.
La funda del violín también es de un color indefinido, casi más indefinido que el color de los pantalones. Las asas están cosidas con hilos de diferentes colores, ya que se han roto y repuesto más veces de las que es conveniente decir; le añade una nota festiva a un aspecto desangelado que no revela más que haber viajado mucho.
Sin embargo, cuando se abre… oh, si el violinista decidiera mostrarte su secreto, te maravillarías de la suavidad del terciopelo del interior, de un azul marino que parece arrullarse con cada soplo de viento, con cada barco que se hace a la mar. ¿Cómo puede navegar un barco en terciopelo? Sospecho que sólo el violinista lo sabe.
Él, esta vez, ha abierto la caja de Pandora sin que nadie se lo pida. Pero no saca el violín, sino una aplastada flor gris que parece protestar por el trato recibido.
El violinista sujeta la triste flor entre dedos expertos y le hace dar vueltas y más vueltas entre ellos, haciéndola danzar hasta marearse como recompensa por haber estado encerrada en tan pequeño espacio.
En medio de aquel girar de tiovivo, el violinista se ha acercado la flor a los labios y… ¡oh!
Era un diente de león.
Me pregunto qué deseo habrá pedido el violinista.