martes, 24 de abril de 2012

Ábreme, vamos. Escúchame


Mirará a un lado y a otro, verá que no hay nadie y tocará con indecisión el cristal coloreado. La luz del atardecer será opaca, atravesó la ventana mucho antes de que él estuviera allí.
Con el dedo recorrerá las junturas del vidrio verde, para después detenerse en el rojo, el amarillo, el azul. Se dará la vuelta repentinamente; flotará una sonrisa en el aire, pero no habrá nadie allí, a sus espaldas, para responder preguntas que empiezan por “quién” y “cómo”.
Le dominará el frenesí, limpiará el cristal empañado con la piel de su muñeca y se precipitará a buscar el picaporte de la puerta-ventana. No hay picaporte. ¿No hay? ¡No!, golpeará la negativa contra el vidrio coloreado y absorberá con avidez la imagen que se le oculta, marcará las huellas de sus manos en el amarillo y el rojo y aplastará sus ojos contra el verde. Mundo verde, sueño verde transparentando un lugar eternamente anhelado. Inconscientemente, golpeará el cristal con los puños, empañará aún más su visión con el vaho, arañará las junturas con dedos agarrotados; por eso, cuando gire sus ojos torturados hacia mí, que estoy fuera, abrirá la boca para gritar. Y me acercaré, y pegaré mi oído al cristal para saber qué es lo que tan desesperadamente me quiere decir.
“Abre, abre”, dice cada vibración, pero yo no escucharé nada. Tendré el vago presentimiento de que me quiere decir algo importante, pero no llegaré a entenderlo y no sabré cómo ayudarle. Sabrá que no lo sé, claro que lo sabrá, y el chico dejará de golpear el cristal con el puño y se hará un ovillo en el suelo, enterrando la cabeza entre sus brazos.
Volverá a llamarme, desde luego. Para hacer tiempo, rodearé el lugar acrisolado con la esperanza de encontrar algún resquicio para ayudarlo a salir. Por encima de mí, desde siempre escrito con cuchilladas irregulares, hay un nombre que nunca llego a ver.

CORAZÓN

domingo, 1 de abril de 2012

La lluvia los deshoja

Me encantaría saber cómo una flor tan pequeña y blanca puede provocar tal cúmulo de sensaciones. La huelo y suspiro de gusto, pero al mismo tiempo me repele, por demasiado dulce (quizá por eso no puedo dormir cuando la tengo cerca). Si me dejo llevar por la imaginación, -cosa que por qué no hacerla-, me pregunto qué de mi vida anterior habrá condicionado que me guste el azahar, si es que tuve vida anterior alguna vez. De algo estoy segurísima: si lo huelo en cualquier parte del mundo, probablemente me ponga tan contenta que se me salten las lágrimas. Olerá como mi casa –mi hogar- en primavera, como las calles soleadas y las hojitas verdes de los naranjos.
En realidad, no es especial por su forma, por su olor o por la encantadora manera que tiene de deshojarse y dejar la acera cubierta de pétalos. Creo que, más bien, me gusta porque es tan breve como dos semanas en un año. Lo bueno, breve, dos veces bueno. Llenarte los pulmones de olor a hogar dos semanas al año te hace disfrutar mucho más de él cuando llega la primavera. Y eso que es una flor tan pequeña, que huele tan poco… deja más huella en el ambiente que en mí cuando la cojo y la pongo en mi mesilla de noche, aunque sepa se marchitará en pocas horas.