Mirará a un lado y a otro, verá que no hay nadie y tocará
con indecisión el cristal coloreado. La luz del atardecer será opaca, atravesó
la ventana mucho antes de que él estuviera allí.
Con el dedo recorrerá las junturas del vidrio verde, para
después detenerse en el rojo, el amarillo, el azul. Se dará la vuelta
repentinamente; flotará una sonrisa en el aire, pero no habrá nadie allí, a sus
espaldas, para responder preguntas que empiezan por “quién” y “cómo”.
Le dominará el frenesí, limpiará el cristal empañado con la
piel de su muñeca y se precipitará a buscar el picaporte de la puerta-ventana. No
hay picaporte. ¿No hay? ¡No!, golpeará la negativa contra el vidrio coloreado y
absorberá con avidez la imagen que se le oculta, marcará las huellas de sus
manos en el amarillo y el rojo y aplastará sus ojos contra el verde. Mundo verde,
sueño verde transparentando un lugar eternamente anhelado. Inconscientemente,
golpeará el cristal con los puños, empañará aún más su visión con el vaho,
arañará las junturas con dedos agarrotados; por eso, cuando gire sus ojos
torturados hacia mí, que estoy fuera, abrirá la boca para gritar. Y me acercaré,
y pegaré mi oído al cristal para saber qué es lo que tan desesperadamente me
quiere decir.
“Abre, abre”, dice cada vibración, pero yo no escucharé
nada. Tendré el vago presentimiento de que me quiere decir algo importante,
pero no llegaré a entenderlo y no sabré cómo ayudarle. Sabrá que no lo sé,
claro que lo sabrá, y el chico dejará de golpear el cristal con el puño y se
hará un ovillo en el suelo, enterrando la cabeza entre sus brazos.
Volverá a llamarme, desde luego. Para hacer tiempo, rodearé
el lugar acrisolado con la esperanza de encontrar algún resquicio para ayudarlo a salir. Por encima de mí, desde siempre escrito con cuchilladas
irregulares, hay un nombre que nunca llego a ver.
CORAZÓN
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